Por Dalia Reyes
Ni siquiera se dio cuenta de algo tan evidente. Saltaba a la vista la transformación y él pasó por alto algo tan significativo. Entendí a esa pobre mujer violentada en lo más íntimo de sus sentimientos; ultrajada por cuanto no se cumplió esa promesa de verse querida y respetada hasta los últimos días de su vida. ¿Quién dejaría de notar que se perfiló la ceja?
A una amiga le sucedió algo parecido con unos zapatos nuevos. Los compró con tanto entusiasmo porque al fin había encontrado el tono beige –como los que ya tenía- pero con un filito café tan femenino. Su marido pasó por alto el cambio tan radical obrado en las piernas de su esposa gracias a la nueva adquisición.
Señoras: lean por favor, de nuevo, los párrafos anteriores y caigan en la cuenta del sarcasmo. Haré una analogía: Todas sabemos lo terrible en la pregunta masculina ¿qué hay? cuando les cuestionamos sobre sus preferencias para la cena. Ahora yo les digo, a ciencia cierta, que en ellos surte el mismo efecto si los recibimos con un ¿adivina qué? porque en realidad los enfrentamos a una circunstancia entre “La pregunta de los 64 mil pesos” y “Cien mexicanos dijeron”.
Hay razones biológicas, orgánicas, anatómicas para esa distracción hacia el detalle. Ellos verán un conjunto en tanto esté dentro de los límites terrenales; es decir, sólo atraeremos su atención especial si nos aparecemos frente a ellos con un abrigo de piel -cuya procedencia desconocen- en el verano, o sin nada encima, en cualquier día del año.
Lo más claro es lo más decente, y no estoy hablando de tonos en el cabello. Suena poco romántico, pero es más sencillo decirle el santo y seña de nuestra nueva apariencia, tan evidente entre las féminas, pero imperceptible al ojo masculino.
Las ventajas de evitar las adivinanzas radican, principalmente, en darle vuelta a vanas discusiones. No cuesta tanto.
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