Por Muy Interesante
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Francia, finales del siglo XVIII: un grupo de intelectuales ilustradas se percató de que las mujeres no estaban reconocidas en los nuevos derechos recogidos en las leyes de la nueva República.
Es difícil señalar el comienzo histórico exacto del feminismo. La primera obra que reivindica los derechos de las mujeres es probablemente El libro de la Ciudad de las Damas, escrito por Christine de Pizan (considerada también, probablemente, la primera escritora de la historia), donde se abordaban temas como la violación y el acceso femenino a la educación.
Pero para hablar del primer movimiento que luchó efectivamente por la igualdad de derechos, tenemos que situarnos en Francia a finales del siglo XVIII. Una de las primeras manifestaciones de la reivindicación de la igualdad entre sexos fue formalizada poco después de la publicación de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada en 1789 durante la Revolución Francesa.
Como recoge Isabel Morant, catedrática Emérita de la Universidad de Valencia en su reportaje ‘Las mujeres hacen historia’ (publicado en el especial Pioneras de la revista Muy Historia): algunas autoras, inspiradas también por las ideas de libertad e igualdad propias de la Ilustración, se percataron de que las mujeres no estaban reconocidas en los nuevos derechos recogidos en las leyes de la nueva República francesa. Estas autoras fueron principalmente Mary Wollstonecraft, (madre de la autora de Frankenstein Mary Shelley) en su obra Vindicación de los derechos de la mujer, de 1792; y Olimpia de Gouges, en su Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, de 1791.
En aquel momento, pese a que las mujeres eran también consideradas como ciudadanas, tanto en la práctica como sobre el papel no disfrutaban de los mismos derechos que conllevaba esta designación para los hombres. Por ejemplo, algunas especificaciones que recogía el Cógido Civil en 1804 (llamado también Código Napoleónico): las mujeres casadas perdían la propiedad de los bienes aportados al matrimonio y no podían realizar ninguna transacción notarial ni actos jurídicos sin la asistencia y el permiso del marido.
Otro ejemplo: pese a que el divorcio estaba aprobado desde 1792, las penas por adulterio eran más graves si se cometía por la mujer; y el hombre podía alegar el adulterio como causa de divorcio, pero no al contrario.
Además, por supuesto, de que las mujeres cargaban con el peso de la educación de los hijos y el cuidado “del orden material y doméstico”, en palabras de Morant.
En su reportaje, Isabel Morant también da cuenta de las mujeres ilustradas en los salones; es decir, mujeres de clase alta, emprendedoras, cultas y con ganas de formar parte de la élite intelectual y política del momento. A ellas, Napoleón las rechazaba por ‘querer inmiscuirse en la política’ a sus ojos, solo reservada para hombres.
Ya en el siglo XIX, la Declaración de los Derechos del Hombre fue blandida por grupos minoritarios de mujeres para abanderar la defensa de sus derechos civiles. Pero además, abogaban por el acceso a mundo profesional y por un cambio en la moralidad, por ejemplo, rompiendo con el silencio sobre la sexualidad femenina. Todo ello tenía como intención, principalmente, sentar las bases de la autonomía de la mujer, y especialmente, de su autonomía económica, como recoge la autora Nicole Arnaud-Duc en su artículo Las contradicciones del Derecho.
Un punto de inflexión ocurrió en Estados Unidos en 1848, cuando se publicó un documento titulado Declaración de Sentimientos, que pedía la igualdad de derechos y la reforma de las leyes civiles. Este documento es fruto de unos congresos celebrados a las afueras de Nueva York, en los que participaron hombres y mujeres, y que reflexionaban sobre la condición civil y religiosa de la mujer y los abusos contra ellas, sustentados en las leyes.
Por eso, históricamente, los movimientos feministas vienen acompañados de reivindicaciones que pedían una mejora de la democracia, en general; y solían estar relacionados con otros movimientos libertarios.
El ideario político del feminismo
En este contexto, la reflexión sobre los valores democráticos que implicaban la emancipación femenina también solía ir acompañado de reflexiones sobre la emancipación de otros colectivos, como los esclavos negros; o la liberación de los trabajadores. Flora Tristán es un ejemplo de una figura comprometida con los valores del feminismo y del socialismo.
No obstante, otras corrientes ideológicas como el comunismo y el anarquismo comenzaron a considerar el feminismo como un movimiento burgués, que solo defendía los derechos de las mujeres de clase media. Es el caso de Clara Zetkin, dirigente comunista, que sostenía que la emancipación de la mujer tenía que estar relacionada necesariamente con la lucha de clases.
El voto, la gran frontera
Antes que la concesión del voto, meta que presentaba más resistencias a ser conseguido, se lograron derechos civiles como el derecho de la mujer a poseer sus propios bienes y un salario, que se consiguió en 1882 en Reino Unido.
Pese a que el movimiento sufragista (copado de luchas violentas) llevaba existiendo desde la gestación de la Revolución Francesa, el primer país en reconocer el voto femenino fue Nueva Zelanda, antigua colonia inglesa, en 1893. Estados Unidos lo hizo en 1920; Finlandia, en 1906; Suecia, en 1911. En España, no se reconocería hasta la Segunda República, en 1931. Aquí destaca Clara Campoamor como una de las principales figuras sufragistas españolas; que relata las oposiciones al sufragio femenino y las dificultades de su concesión, que venían desde sectores católicos y conservadores, pero también desde sectores socialistas, en su libro El voto femenino y yo: mi pecado mortal.
Es curioso el caso de Francia, cuna de la predicación de la igualdad, que lograría el sufragio femenino tan tarde como en 1944; Italia, en 1945, Bélgica, en 1948; Grecia, en 1952; y Suiza no completaría el proceso hasta 1971.
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