Por El Strategos
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Las personas que padecen de amargura también tienen mail, y éste puede ser otra causa que exacerbe su mal.
Hace poco, mi cuenta de correo fue afectada por un “virus” que empezó a enviar copias no deseadas a toda la agenda de contactos. Me incomodé mucho. Pensar en el mal momento que haría pasar a las personas que conozco (mucho o poco), y el tipo de “información” que les llegaría, me hizo sentir mal. Poco hay por hacer en estos casos, obviamente, más allá de procesar la incomodidad y dar explicaciones.
Lo anecdótico, sin embargo, fue la respuesta de alguien con quién no sostenía contacto hace mucho tiempo. Una de ésas personas que se guardan en el “armario” (y por lo visto en la agenda del mail). Dicho ser se pasó el trabajo de responder el correo y reiterar, luego de muchos años, que encontraba “indeseable” cualquier tipo de contacto.
Esta es una muestra de algo que todos reconocemos, pero otorgamos poca atención: hay muchísima gente amargada en este mundo.
Y no es poca cosa la amargura. Porque finalmente es el estadio donde desembocan penas, tristeza y depresión.
La amargura tiene un cómplice impiadoso: el tiempo.
Mientras que éste juega a favor de la disipación de penas, olvido de tragedias, perdón de ofensas, etc., para la amargura es combustible que la sostiene en llama viva. La persona amargada es rehén de sus frustraciones, malas experiencias y dolor. Y el tiempo no le representa sanidad.
La amargura es como pena de prisión para quien no ha podido superar un mal momento, una situación dolorosa.
Es castigo para el que no supera odio y dolor. De esto todos tenemos nuestra propia medida, pero la amargura es otra cosa.
El amargado no es, por supuesto, un ser libre, pero es dueño de sus propias cadenas. Y así como es cierto que uno mismo es el peor de sus enemigos, también es el carcelero más despiadado.
Si de algo hay que huir en la vida, como quién evita ése infierno que la imaginación construye, es de la amargura. No se podrá evitar el dolor, la pena, la frustración, el daño que provocan otras personas, pero caer desde allí a la amargura, debe evitarse a toda costa.
Hay, obviamente, situaciones que acontecen e imponen condena, pero no se puede admitir que ésta sea una pena de toda la vida.
Y la única forma de evitarlo es poniendo punto final a los contratiempos que sobrevengan.
Este “punto final” puede adoptar cualquier forma. Finalmente aquella que cada quién esté en posibilidad de imponer. Pero debe producirse. Porque es la única forma de evitar que la amargura secuestre el alma. El perdón es un medio (seguramente el mejor), el olvido es otro. La indiferencia ayuda, o incluso la militancia combativa que defina posiciones o intereses.
La “cultura del miedo”, que tan bien describió Galeano, previene contra todo tipo de mal hasta un punto paralizante: la obesidad mata, al igual que el tabaco, el alcohol o las drogas, la deuda priva de libertad, las calles son peligrosas, la polución enferma, etc. Pero poco dice de la amargura, que es causa de destrucción lenta y progresiva de muchas vidas.
Este asesino sutil se aloja allí de donde nadie puede escapar. Convive con su víctima. Destruye desde adentro, dobla toda cerviz.
El consejo sugiere “que no se ponga el sol sobre tu enojo”, y pocas cosas en la vida merecen acatarse con mayor aplicación.
El enojo es la semilla de los conflictos, y desde allí prepara terreno para amargar a la persona. Esta pequeña semilla debe desecharse con esmero cada día. Todo enojo debe morir con la puesta del sol, sumergido en la oscuridad a la que pertenece.
Dado que no es posible evitarlos, lo mejor es que como mucho, acompañen la jornada y terminen con ella. Así cada nuevo día encuentra al individuo con carga ligera, energía dispuesta para la contienda, ánimo intacto y alma limpia.
Es cierto que muchas cosas razonables pierden las batallas que libran con el instinto y las emociones. Pero para la amargura debe reservarse esfuerzo especial. La razón debe imponer sus buenos motivos de cualquier manera.
Nada aprovecha descansar cada día con una pesada carga de enojo e indisposición. Esto no quiere decir que se anulen argumentos o posiciones, pero quien camina ligero tiene mayor probabilidad de alcanzar lo que se proponga.
Las personas que activan el enojo pueden, por supuesto, ser perfectamente notificadas. Pero de allí en adelante el enojo es carga que en poco afecta a quien lo provocó, y nunca cumple el propósito por el que surge.
Quién originó el enojo puede ser la persona más feliz del mundo. En tanto el “afectado” consume preciosa vida con su rabia.
La mayoría de las personas son bastante prolijas en la atención y limpieza del cuerpo cada día. Lo preparan con esmero para cada jornada o acontecimiento. Pero son displicentes en el cuidado cotidiano de la mente y los males del alma.
Posiblemente si la Providencia hubiese dispuesto que cada hombre emita mal olor cuando tenga la mente o el corazón lleno de basura, el mundo fuese mejor. Y los seres humanos viviesen más años. Sin embargo ésta “limpieza interna” depende exclusivamente del criterio de las personas, y así se convierte en procedimiento escaso.
En este drama de no disponer cuerpo, mente y corazón siempre limpios y ligeros, juega un papel fundamental la incapacidad de entender lo que el tiempo significa.
Somos nosotros mismos quienes afirmamos que debe vivirse cada día como si fuese el último de la vida. Pero ése inconsciente que tenemos y que quisiera ser inmortal nos traiciona permanentemente.
Un día de vida es para la mayoría algo dispensable, apenas un accidente del tiempo. Y sin embargo, la vida se juega en cada uno de los días que se tiene la gracia de existir. Puesto que la suma de los días es el futuro que nos está privado adelantar.
Los enojos que no concluyen con la jornada y que pueden llevar a la amargura, corroen ése futuro desde su base.
No es, por supuesto, una casualidad que se nos aconseje que el “sol no se ponga sobre nuestros enojos”. Es precisamente una certificación del valor incomparable que tiene cada día de vida. Y lo absurdo que es afectarlo con rencor, odio o pesar.
No se puede recomendar una forma específica en la que cada quién se despoje de sus enojos a la puesta del sol. Pero si esto no se hace, se cargan piedras en la espalda. Y correr con ellas por esta vida que demanda tanto, es una triste desventaja.
Es bonita la historia del hombre que dedicaba cada día unos minutos de su tiempo para “conversar” con una planta que tenía al ingreso de su casa.
Ante la pregunta sobre el ritual, el hombre respondía que al fin de cada jornada, antes de entrar en la casa, dejaba con la planta preocupaciones, problemas, frustraciones y temores. Luego entraba, ligero de alma, sin tener que hacer partícipe a nadie más de las vicisitudes del día.
¡Sabio personaje, y bendita planta!
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