Por Muy Interesante
Imagen / Pexels / Tara Winstead
Los avances en biología sintética, computación y robótica pueden unirse para hacer realidad un sueño: la creación de nuevos seres —conscientes o no— a partir de elementos inertes.
en el siglo XVIII, durante la época dorada de la construcción de autómatas, los espectadores asistían asombrados a las ferias en las que se mostraban seres artificiales de aspecto claramente humano capaces de tocar el violín o la flauta.
Entre los más famosos se encontraba el autómata escritor presentado en 1774 por el genial ingeniero suizo Jaquet-Droz, que lo había diseñado para que pudiera escribir –con una pluma de ave que sujetaba en la mano– frases tan sugerentes como aquel “pienso, luego existo” de Descartes. Incluso a día de hoy, el pequeño escribiente nos impresiona.
Los autómatas inspiraban también cierto temor: ¿no eran en cierto modo encarnaciones de lo humano? ¿Hasta dónde podrían llegar aquellas creaciones? Sus autores eran admirados pero también sufrieron amenazas. Cuando Jaquet-Droz hizo una gira por Europa (por aquel entonces no existían bandas de rock), al llegar a España se encontró con la cruda realidad de una Inquisición aún en funcionamiento que lo llevó a él y a su creación a pasar un par de noches en la cárcel.
La posibilidad de que alguien pretendiera dar a luz una imitación de la vida superaba con creces lo que la Iglesia podía tolerar. Como ocurrió con otras ideas, muchos pensadores se abstuvieron a menudo de expresar en voz alta lo que todos pensaban al contemplar aquellas maravillas de la tecnología.
Esta fascinación por la creación de vida fuera del dominio permitido por la naturaleza nunca se ha desvanecido. Hoy contemplamos maravillados –y también desconcertados– cómo las nuevas generaciones de sistemas de inteligencia artificial, incluyendo los robots humanoides, parecen acercarse con velocidad al sueño de crear vida. Y muchas de las cuestiones siguen ahí: ¿somos en el fondo algún tipo de máquina? ¿Cuándo podemos hablar de creación de vida? Los autómatas mecánicos, pese a su simplicidad y misterio, fueron los primeros ejemplos de simulaciones de lo que hoy denominamos vida artificial.
Uno de los mayores retos de la ciencia
Si bien caben pocas dudas de que es posible crear una máquina inteligente, los retos que aparecen en el horizonte siguen siendo enormes. En los relatos de ciencia ficción, como El hombre del bicentenario o la serie Yo, robot –ambos de Isaac Asimov–, se plantea que algún día un robot podrá desarrollar conciencia de sí mismo. Pero si este fenómeno requiere las condiciones que permitieron la aparición de nuestra mente consciente, es muy posible que se necesiten, entre otras cosas, un lenguaje complejo, la capacidad de representar emociones o la comprensión del pasado y el futuro.
Cuando eso ocurra, empezaremos a comprender la naturaleza de la conciencia humana, que es uno de los fenómenos más difíciles de estudiar bajo la perspectiva científica. Nos falta mucho para alcanzar esta meta, pero ¿qué otros aspectos de la vida artificial podemos abordar?
Uno de los mayores retos de la ciencia –y lo ha sido a lo largo de décadas– es la creación de una célula artificial en el laboratorio, generada a partir de elementos químicos inertes. Para hacernos una idea de su dificultad, hay que recordar que, si lo logramos, estaremos viajando en el tiempo para obtener procesos que no se han dado en nuestro planeta desde hace miles de millones de años. ¿Imposible? En las últimas décadas, nuestro conocimiento de la materia viva ha crecido enormemente. Las revoluciones de la biología molecular de mediados del siglo pasado proporcionaron las herramientas para manipular, simplificar y rediseñar moléculas, células y tejidos.
En ese camino, los científicos han dejado de lado muchos prejuicios acerca de lo que la ciencia puede o debe abordar, y nuevos debates han aparecido en relación con la ética de la manipulación de la vida.
Un cambio de perspectiva
Si bien durante siglos la reflexión (y la voz de la autoridad) acerca de la naturaleza de lo vivo y sus orígenes fue dominada por las religiones o la filosofía, ambas han ido perdiendo terreno y todo parece indicar que es la ciencia la que nos llevará a las respuestas finales. Para comprender la naturaleza de la vida, científicos de muy diversas disciplinas han aunado esfuerzos que han permitido avanzar hacia este fascinante objetivo.
Una buena parte de estos avances han ocurrido gracias al empleo de herramientas de simulación: el ordenador convertido en laboratorio virtual. En la actualidad, en todos los dominios del conocimiento, la exploración de lo real basada en lo virtual se ha generalizado, incluyendo células, órganos, cerebros, ecosistemas o el mismo universo. Y lo virtual ha permitido replantear el concepto de vida artificial.
Este concepto de vida artificial fue acuñado en 1986 por Christopher Langton, que en 1987 organizó la primera (y legendaria) conferencia sobre el asunto en el laboratorio de Los Álamos, en Nuevo México, que fue el disparo de salida para toda una disciplina.
Empleando algunos de los primeros ordenadores personales, Langton había explorado diversos programas que permitían simular sistemas muy simples que mostraban comportamientos muy complejos, algunos de los cuales recordaban la dinámica de sistemas vivos. Era posible observar la reproducción, muerte y evolución de organismos digitales en la pantalla. Y las preguntas no tardaron en surgir: ¿un programa que se reproduce está vivo en algún sentido? ¿Dónde se hallan las fronteras entre lo real y lo digital?
Hacia una aproximación de la vida virtual
Un ejemplo del potencial de esta nueva disciplina fue el trabajo pionero de Thomas Ray, que quería entender el origen de la enorme diversidad de la selva tropical. Ray es un ecólogo de campo, pero se planteó un experimento revolucionario que podía llevarse a cabo dentro del ordenador.
Empleando el suyo, decidió crear un conjunto de programas muy simples cuya única misión era reproducirse en la memoria de la máquina. Cuando se copiaban –compitiendo entre ellos por la capacidad de almacenaje– podían –como ocurre con los genomas reales– cometer errores. Esta simple forma de introducir la mutación permitía en principio la evolución. De forma muy simplificada, podemos decir que este sistema seleccionará los programas que, de un modo u otro, sean capaces de copiarse con mayor rapidez. Aunque no esperaba mucho de su sistema, el resultado no pudo ser más interesante. De forma espontánea, una población de criaturas virtuales evolucionaban de una forma muy similar a lo que vemos en la naturaleza.
En primer lugar surgían programas mutantes que se reproducían con mayor rapidez simplemente porque eran más cortos. A menor longitud, menor tiempo para copiarse. Más tarde aparecían programas más cortos pero que, como Ray pudo comprobar, no podían copiarse a sí mismos: lo hacían empleando el código de otros programas, eran como parásitos.
Después, como forma de escapar a los parásitos, algunos programas descubrían el sexo: se intercambiaban partes con otros, con lo que el reconocimiento por parte de un código parásito se hacía más difícil. Finalmente, evolucionaron grupos de programas en los que la cooperación implicaba una secuencia vertiginosa.
Sorprendentemente, aquella biosfera imperfecta y aparentemente alejada de la realidad daba luz a muchos de los fenómenos que observamos en la evolución de la vida. ¿Qué lecciones hemos aprendido de este trabajo y sus desarrollos posteriores?
Que algunas de las cosas que vemos en nuestra biosfera son inevitables y que cabe esperar que aparezcan también en otros mundos más allá de nuestro Sistema Solar.
La próxima frontera: la biología sintética
Pero hay muchas otras formas de simulación de la vida, y una de ellas implica la construcción física de sistemas artificiales. Los robots, desde los primeros autómatas diseñados por Leonardo da Vinci (¡que ya se podían programar!), nos han servido de simulacros artificiales de nosotros mismos, y son el ejemplo más evidente, pero el desarrollo de la denominada biología sintética, que nos permite manipular células vivas más allá de lo que hubiéramos imaginado, está definiendo una nueva frontera en la que ingeniería, matemáticas y biomedicina se encuentran de forma natural.
Este campo no se propone tan solo comprender la biología en toda su complejidad, sino también emplear todo aquello que esta nos ofrece al nivel celular y molecular para diseñar, construir y programar nuevas formas de vida. Aunque muy cercana a una nueva ingeniería que nos recuerda (no por casualidad) la película Blade Runner, la biología sintética es también una nueva forma de comprender lo natural y sus límites empleando aquello que la propia biología ofrece, pero superando ciertas barreras.
Podemos combinar componentes procedentes de reinos distintos, creando quimeras que incluyen por ejemplo piezas de bacterias, células humanas y virus. Quimeras que, como las de la antigua mitología, hasta ahora solo habitaban nuestra imaginación. Mediante esta aproximación abrimos las puertas a realidades alternativas en las que podremos generar aquellas cosas que la evolución no ha podido, a la vez que empezamos a imaginar nuevas formas de combatir enfermedades.
La energía de la vida
Las posibilidades de obtención de formas de vida artificial generadas mediante la biología sintética son enormes. Se han desarrollado bacterias capaces de detectar células tumorales para atacarlas de forma dirigida o computadoras celulares que pueden tomar decisiones complejas. Pero la ambición va mucho más allá e incluye el diseño de órganos artificiales e incluso ecosistemas sintéticos que podrían ayudar a evitar ciertas consecuencias del cambio climático.
Para algunos es demasiado y la controversia que surge de estas investigaciones queda reflejada en una anécdota reciente. Cuando un periodista le preguntó al biólogo Craig Venter (uno de los científicos clave en la secuenciación del genoma humano) qué pensaba acerca de que algunas personas creyeran que él y su equipo jugaban a hacer de Dios, respondió: “¿Quién dice que estamos jugando?”. Y por supuesto, de forma inevitable, surge la pregunta de la naturaleza de la muerte como contrapunto de la vida (natural o artificial).
La posibilidad misma de la vida artificial se conecta inmediatamente con los mecanismos que la mantienen en funcionamiento. No es por casualidad que Mary Shelley, en su Frankenstein publicado en 1818, introdujera a un científico que, empleando la electricidad como fuente de energía, devolvía la vida a su criatura.
Sin duda este pionero fantástico de la vida artificial debió de conocer bien los éxitos del galvanismo (el estudio de las relaciones entre la electricidad y los sistemas vivos) y algunas de sus derivaciones menos rigurosas, como las que llevó a cabo Giovanni Aldini, quien estudió el efecto de las corrientes eléctricas suministradas mediante pilas eléctricas sobre cadáveres humanos. Estos cuerpos provenían de ejecuciones, y las descargas hacían que respondieran de formas inquietantes y diversas: que abrieran un ojo, cerraran una mano o se incorporaran.
No es difícil llegar a una conclusión: la vida podía ser dependiente de algún tipo de energía, así que un suministro adecuado podría devolver lo que la muerte nos arrebató. De hecho, aunque de forma distinta, mucho hay de cierto en el papel que juegan las corrientes de iones en nuestros organismos, sin las cuales nuestro corazón dejaría de latir y el cerebro se apagaría.
Diseñando un futuro
Aunque la célula artificial está todavía por venir, los avances en el diseño de células que llevan a cabo tareas determinadas por el experimentador ha sido imparable. La biología sintética está aún en su infancia, pero ya empieza a ofrecer algunas proyecciones de lo que puede dar de sí.
Mediante técnicas de ingeniería genética, y combinando componentes que proceden de cualquier dominio de la vida, podemos reactivar genes que estaban inactivos y hacer que la célula se vuelva esencialmente inmortal. Podemos hacer que una célula identifique a otra (tal vez una célula tumoral, una de un tejido concreto o una como ella misma) y que como resultado sea capaz de enviar señales que cambien su estado o el de las demás.
Estos sistemas permitirán construir en el futuro sistemas vivos capaces de detectar diversas señales, valorar su importancia relativa y ejecutar el programa que se les ha introducido para responder de forma adecuada. Dado que muchas enfermedades son complejas y causadas por una pérdida del equilibrio celular que suele afectar a distintas partes del sistema, es posible que, para restaurar este equilibrio, sea preciso introducir en nuestro cuerpo un circuito sintético capaz de recuperar el orden perdido.
Del autómata de Turco a la inteligencia artificial
Pero volvamos al principio. ¿Qué hay de la inteligencia artificial como forma de vida no natural? Entre los campos que se van desarrollando en paralelo dentro de la disciplina que llamamos vida artificial, ha surgido entre otros la robótica evolutiva, que se basa en dejar que los algoritmos evolucionen siguiendo las reglas de la selección darwiniana. El empleo de la evolución simulada por ordenador también ha tenido un impacto sin precedentes, y es uno de los campos más activos dentro de la inteligencia artificial.
También aquí nos encontramos con un precedente histórico sorprendente, aunque tramposo. El mas famoso de los autómatas mecánicos fue el Turco, un formidable artefacto capaz de derrotar a oponentes de gran categoría en el juego del ajedrez.
Construido en 1769 en Austria por el barón Von Kempelen, fue anunciado por su creador como el invento que superaría todas las cosas vistas hasta aquel momento. No es extraño que su presentación en sociedad causara un revuelo enorme, cuyo eco nunca se apagó del todo. Su existencia sugería posibilidades extraordinarias para una máquina, tal vez incluso la posesión de inteligencia, que de algún modo tenía su origen en los engranajes que giraban en su interior.
Desafortunadamente, era un fraude: dentro de la mesa de juego, tal y como predijo, entre otros, el gran Edgar Allan Poe –que asistió a varias demostraciones públicas del Turco cuando este artilugio visitó Baltimore– había un humano que manejaba el autómata. La presunta máquina pensante, que alcanzó los 84 años de edad antes de desaparecer devorada por un incendio, jugó a lo largo de su vida con personajes tan famosos como Napoleón Bonaparte, Benjamin Franklin o Charles Babbage, quien diseñó el primer ordenador mecánico de la historia.
Poe en particular sospechó del autómata porque, en varios sentidos, poseía rasgos demasiado humanos. Por ejemplo, las partidas empezadas por el oponente de la misma forma podían ser contestadas por el presunto autómata en maneras diversas, lo que estaba en contradicción con un mecanismo puramente automático.
Pero su influencia fue también positiva: Charles Babbage, impresionado aunque escéptico, consideró tras su partida con el autómata la posibilidad de crear una máquina pensante, y eso dio lugar al diseño del primer ordenador mecánico capaz de hacer cualquier cálculo.
Ahora estamos en un momento de desarrollo tecnológico que ya ha hecho realidad la máquina que juega al ajedrez o el go, hasta el punto de vencer a los grandes maestros, pero ya ha ido mucho más allá. Los avances en inteligencia artificial, las redes neurales sintéticas –cada vez mayores y más complejas– y una neurociencia que cada día revela nuevas facetas del sistema nervioso están permitiendo que nos acerquemos a aquellas zonas del mapa del conocimiento que hasta hace poco eran terra incognita.
En medio de la controversia
Vayamos un poco más allá, a uno de los límites más controvertidos de la vida artificial: ¿estamos lejos de crear una conciencia artificial? Sin duda, pero como suele ocurrir con todas las grandes revoluciones, hay pasos intermedios que anuncian tal vez un cambio y que como mínimo llaman mucho nuestra atención. Tomemos por ejemplo los experimentos llevados a cabo en un laboratorio de Suiza bajo la dirección del investigador italiano Dario Floreano, uno de los padres de la llamada robótica evolutiva. Esta disciplina, que inspiró a Michael Crichton para escribir su novela Presa, estudia el comportamiento de robots capaces de evolucionar su hardware y resolver problemas complejos.
Su evolución tiene lugar de forma similar a la que ocurre en la naturaleza: los robots cuya eficiencia es mayor son preservados, mientras que los menos eficientes son sustituidos por copias de los primeros que incorporan pequeños cambios, las mutaciones necesarias para la evolución.
Los robots de este experimento fueron colocados en un espacio en el que había dos tipos de elementos: fuentes de carga y de descarga. Las primeras eran zonas en las que los robots podían recargar sus baterías, mientras que en las segundas sufrían una descarga. Además de disponer de motores para moverse, iban equipados con dos tipos de luz –roja y azul–, que inicialmente no tenían utilidad alguna, así como de los sensores necesarios para detectar estos colores.
Poco a poco, los robots empezaron a orientarse en su mundo y a descubrir que debían encontrar las fuentes de alimentación y evitar las de descarga, y que una forma de lograr rápidamente lo primero y facilitar lo segundo era colaborar. Desarrollaron estrategias de cooperación basadas en emitir luces azules cuando se encontraban cerca de las fuentes de carga, y rojas en caso contrario.
Al detectar esta señal emitida por una máquina que había encontrado un lugar en el que recargarse, otros robots se acercaban a ella, y se alejaban de una luz roja. Al cabo de un tiempo, en esta situación en la que ayudar a los demás beneficiaba a todos –algo muy común en la evolución de la vida– surgió un elemento nuevo, inesperado y muy… humano.
Algunos robots desarrollaron la mentira como estrategia. ¿Por qué? Cuando reconocían una luz cercana que les indicaba a dónde debían ir, a menudo se formaba un atasco: los individuos situados alrededor de la fuente de energía impedían a los que llegaban tarde alcanzar su objetivo. ¿Qué hacer? Mentir: llamar a los demás para que cayeran en una trampa (señalando como buena una fuente de descarga) o evitar que se acercaran al objetivo deseado (marcándolo como peligroso).
Si añadimos a este ejemplo el de los primeros robots que se reconocen en un espejo y los que se inventan su propio lenguaje con una gramática simple –dos hitos ya logrados–, podemos apreciar el enorme potencial de la evolución, tan importante para la vida artificial como lo ha sido durante el desarrollo de la vida natural sobre nuestro planeta.
El físico John Wheeler dijo en una ocasión que “habitamos una isla en mitad de un océano de ignorancia. A medida que aumenta nuestro conocimiento, también lo hace la costa de nuestra ignorancia”. Durante siglos, esta costa no ha dejado de crecer, y su arena ha sido pisada a menudo por filósofos, que han trazado parte de su perfil.
Pero la posibilidad de cruzar fronteras que nos permiten la simulación por ordenador, los robots evolucionados o las células sintéticas (por citar solo tres ejemplos) nos ha acercado como nunca antes a las respuestas, ahora desde la ciencia.
En esta costa cambiante, la ciencia ha ido a veces completando y a veces reemplazando a la filosofía, no solo al proponer posibles respuestas, sino también al generar nuevas preguntas, en gran medida gracias a la creación de sistemas sintéticos.
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