Por Carlos Nava Condarco
Imagen / Pexels / Anna Shvets
Cada uno de estos elementos (y los innumerables factores que los componen), definen su comportamiento. Y lo sitúan en determinada posición en relación a otros profesionales que compiten por los mismos objetivos o resultados.
Las sociedades y los mercados actuales son muy competitivos. Al punto que han provocado que el propio sentido de competitividad sea reemplazado por criterios más fáciles de manejar: la diferenciación, por ejemplo
Se asume que la competitividad ya no puede evaluarse con criterios prácticos. Entonces se establece que los profesionales son “diferentes” unos de otros en términos de conocimientos, destrezas o habilidades. Luego, cada uno tiene sus propias “competencias” y así debe ser considerado.
Esta lógica evita la evaluación (más compleja), del nivel de COMPETITIVIDAD que cada profesional tiene en relación a sus pares. Es una manera de afirmar que cada quien “es bueno” en algo en particular porque a ello dedica atención especial y esfuerzo. Y al ser “competente” en “ese algo”, posee un valor funcional que puede ser aprovechado.
Sin embargo, tener ciertas “competencias” no significa poseer ventajas competitivas concretas.
Existen importantes diferencias entre un profesional con determinadas competencias y un profesional competitivo. La diferencia emerge del hecho que el profesional con ciertas “competencias” se fundamenta principalmente en conocimientos, destrezas y habilidades de carácter técnico. Es decir en factores de inteligencia racional.
En ésa lógica queda desplazada en buena medida la inteligencia emocional. Y ésa ausencia genera fragilidad en el desenvolvimiento profesional a lo largo del tiempo. Al menos en relación a lo que otros profesionales pueden alcanzar en el mismo ámbito.
Se puede argumentar que al ser “competente” se es de hecho “bueno” en lo que se hace, es decir competitivo en cierta forma.
Sin embargo, ser “bueno” dista mucho de ser “el mejor”.
Y esto último solo puede establecerse en los términos de comparación que proporciona la evaluación de competitividad.
Acá existe una diferencia parecida a la de una persona que juega bien al fútbol y un futbolista profesional. El primero es “competente” en cierto grado, pero el segundo es un profesional competitivo que debe mantener un nivel de desempeño que se mide en relación a la de otros que se dedican a lo mismo.
El profesional competitivo es obviamente “competente”, pero acompaña lo que ES con particularidades de la forma en que lo HACE.
Una cosa es SER y otra HACER. Y en ésta última variable se inscribe la competitividad.
Para SER un profesional competitivo hay que HACER las cosas de cierta manera. Y ésta debe ser igual o mejor a la de otros que se dedican a lo mismo. Además debe ser un estado que se mantenga en óptimo nivel a lo largo del tiempo.
En el caso del profesional, aquello que ES se inscribe mayormente en el ámbito de la inteligencia racional. Y la forma en que actúa en el ámbito de la inteligencia emocional.
Los factores emocionales son determinantes para el ejercicio de las facultades. Y lo son en tal grado que de hecho constituyen condicionantes.
El profesional competitivo bien puede medirse de la siguiente forma:
“No importa qué tan bueno seas, sino qué tan bien hagas las cosas. E importa menos lo bien que las hagas en tanto no sean realizadas mejor que los demás”.
Todo esto es más que un juego semántico. Entender y aceptar la importancia trascendental de ser un profesional competitivo define muchas cosas, especialmente en la dinámica actual.
Define, por ejemplo, que su orientación en términos de capacitación no solo se concentre en factores de conocimiento, habilidades o destrezas técnicas. Y se dirija también hacia elementos que determinan el comportamiento: pensamientos, estados de ánimo, actitudes, habilidades sociales, destrezas de relación interpersonal, etc.
Determina, por otra parte, que esté consciente de la importancia de mantener equilibrio emocional antes que enfoque exclusivo (y exhaustivo), hacia el trabajo.
El profesional competitivo comprende que su capacidad para gestionar tensiones, estrés, frustración, episodios depresivos, etc., representa para su perfil profesional tanto o más de lo que puede brindarle una Especialización o Maestría.
Entiende también que el tiempo dedicado a la introspección general (meditación, reflexión, contemplación, etc.), es tanto o más valioso que el trabajo propiamente dicho. Tiene claro que ello no es “tiempo perdido”. Por el contrario, es una inversión para consolidar y desarrollar la capacidad de HACER las cosas mejor que otros.
Ningún profesional estresado, tenso y fatigado, constituye competencia para otro que gestiona bien sus emociones, por muy “capacitado” que se encuentre. Ninguna “genialidad” sujeta a perturbación rinde mejor que la persona promedio que posee básica tranquilidad emocional y paz de espíritu.
Las personas y profesionales que fundamentan su estado emocional en el conocimiento y construcción de sí mismos, son mucho más competitivos que aquellos que tienen un acercamiento intelectual a las cosas y entienden el mundo de acuerdo a la percepción de “externalidades”, es decir de cosas que suceden fuera de ellos mismos.
Cuando el hecho de afirmar que la felicidad se encuentra al interior de uno mismo se interpreta como una verdad de Perogrullo (en el mejor de los casos), o algo “cursi” (en el peor), se desprecia uno de los caminos más poderosos para el desarrollo de competitividad profesional. Puesto que poco queda fuera del alcance de la persona dueña de sí misma.
La autoestima, confianza, seguridad en uno mismo, paciencia, empatía, compasión, tolerancia y amor, son valores que no se desarrollan a partir de lo que existe fuera de cada persona. Y constituyen elementos que soportan al profesional competitivo como pocas cosas.
Es cierto que cuando “la aptitud mengua, la actitud reina”. Y la actitud es producto del Desarrollo Personal, del crecimiento interno. Del equilibrio emocional que emerge de quien se cultiva internamente con igual o mayor énfasis del que adopta para sus capacidades intelectuales y técnicas.
Se hace mucha apología de lo “material” y se desconoce en buen grado la trascendencia de lo espiritual (que no es lo mismo que religión). Así se ignora que lo primero es producto de lo segundo, porque apuntala la competitividad del agente de producción.
Se habla mucho de creatividad e innovación. Pero éstas no emergen de almas inquietas sometidas al fragor de las tensiones mundanas.
Una idea pequeña, una simple inquietud, puede producir en el alma sosegada el mismo tipo de energía que manifiestan las ondas de una piedra pequeña al lanzarse en aguas calmas. En tanto que la más prometedora de las ideas, cuando se sumerge en el espíritu lleno de pasiones, produce tan poca energía como el Empire State si fuera arrojado a un mar bravío.
Se asocia el “trabajo duro” a productividad y se piensa que afán es lo mismo que diligencia. Sin embargo “mucho trabajo” no siempre es igual a “trabajo de calidad”. Y el “sentido de urgencia” no conduce de forma directa a buenos resultados.
El profesional “competente” orienta su desenvolvimiento de afuera hacia adentro, está condicionado por las externalidades. En este sentido alcanza las mayores cotas de su desempeño si las variables exógenas se muestran favorables. En el proceso se somete a tensiones que degradan frecuentemente su bienestar y ocasionan que sea superado por otros.
El profesional “competente” puede ser eventualmente bueno en lo que hace. Pero ya está bien ésa historia de pensar que son las personas “buenas” las que modelan las cosas. En realidad son las personas felices las que mejoran el mundo. Y ésta gente emerge de la apropiada gestión de su universo emocional.
La gente feliz hace las cosas contenta, y así mismo las hace mejor que nadie. Porque la excelencia es definitivamente una consecuencia del amor. ¿Y acaso existe algo más íntimamente relacionado a la competitividad que la excelencia?
Nada de esto es “misticismo” o literatura de autoayuda barata. Es lógica relacionada con la competitividad profesional.
Por otra parte y aunque no lo parezca, es algo muy prosaico y simple. Un poco como lo es la vida misma. Porque finalmente la existencia responde menos a una visión de ingeniería que a una de arte puro.
La competitividad profesional tiene más de verso que de prosa. Más de poesía que de ensayo. De inteligencia emocional que de esfuerzo y conocimiento.
Esta es una buena noticia. Porque converge con la naturaleza humana y todas sus potencialidades. Esas que nunca podrán ser igualadas por máquinas inteligentes o robots competentes.
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