Muy interesante
La única forma en la que prestamos atención es a través de nuestros sentidos. Todo cuanto nos rodea son estímulos sensoriales y todo cuanto necesitamos para emprender nuestras acciones es atender.
La inflamación, aunque a menudo malentendida, es uno de los pilares fundamentales de la salud humana. Durante décadas, los avances en la neurociencia y la biología han desentrañado sus múltiples roles: desde la defensa ante infecciones y lesiones hasta su relación directa con trastornos crónicos y enfermedades neurodegenerativas. Pero, ¿qué sucede cuando esta respuesta natural del cuerpo se descontrola? ¿Y qué papel juega el sistema nervioso en todo esto?
Imagen: Pexels
Imagina el cuerpo humano como una compleja orquesta en la que cada órgano desempeña una función vital. El director, sin lugar a dudas, es el sistema nervioso, encargado de coordinar cada movimiento y reacción. Desde ajustar la frecuencia cardíaca hasta interpretar las señales sensoriales más sutiles, como la presión de un abrazo o la textura de un objeto. Este sistema, compuesto por el cerebro, la médula espinal y una vasta red de nervios, no solo monitoriza el funcionamiento interno del cuerpo, sino que también responde al entorno externo, recopilando datos constantemente para garantizar nuestra supervivencia.
En esta interacción dinámica, la inflamación emerge como un lenguaje que conecta al cerebro con el cuerpo. Es un mecanismo de comunicación utilizado por el sistema inmunológico para alertar sobre posibles peligros o para iniciar procesos de reparación. Sin embargo, como cualquier herramienta poderosa, cuando se utiliza en exceso o de manera inadecuada, puede volverse perjudicial. Aquí es donde entra en juego el concepto de inflamación crónica, una condición que, según los expertos, está en el centro de numerosas enfermedades modernas, desde el Alzheimer hasta la depresión y los trastornos cardiovasculares.
La neurocientífica Elena Gallardo, en su libro De la inflamación al bienestar, publicado por Pinolia, nos guía a través de este fascinante pero intrincado campo. Su enfoque, basado en años de investigación y docencia, explora cómo nuestra vida contemporánea –marcada por el estrés, la falta de descanso adecuado y la sobrecarga sensorial– está influyendo en la relación entre el cerebro y el cuerpo. Más específicamente, Gallardo detalla cómo la inflamación puede ser desencadenada no solo por factores físicos, como infecciones o lesiones, sino también por estímulos emocionales y ambientales.
Uno de los aspectos más innovadores que aborda Gallardo es la teoría polivagal, una herramienta esencial para comprender cómo nuestro sistema nervioso se adapta (o no) a los desafíos de la vida moderna. Según esta teoría, el nervio vago, un componente clave del sistema nervioso autónomo, actúa como un puente entre el cerebro y el cuerpo, regulando estados de calma, alerta o desconexión. Entender cómo funcionan estos estados –y cómo transitamos entre ellos– no solo nos permite identificar las señales de un cuerpo inflamado, sino también intervenir de manera proactiva para restaurar el equilibrio.
Además, el libro profundiza en el papel del sistema somatosensorial, un "gran desconocido" que subyace en nuestras respuestas sensoriales. Este sistema, estrechamente relacionado con el sentido del tacto, no solo está presente en la piel, sino también en los tejidos blandos y órganos internos, proporcionando una vasta red de datos al cerebro. Como explica Gallardo, aprender a escuchar estas señales internas –un concepto que denomina atención o conciencia corporal– puede ser la clave para mejorar nuestra salud y prevenir trastornos inflamatorios.
Por supuesto, este análisis no estaría completo sin abordar el contexto actual: vivimos en un ecosistema de sobreinformación. Nuestra constante exposición a dispositivos tecnológicos y redes sociales ha transformado la manera en que el cerebro maneja los estímulos externos.
Según Gallardo, esta hiperconectividad genera un estado de alerta perpetua que no solo agota los recursos del sistema nervioso, sino que también dificulta la consolidación de pensamientos profundos, emociones estables y comportamientos adaptativos. Las consecuencias de esta infoxicación son palpables: insomnio, ansiedad, fatiga y, en última instancia, un aumento de los niveles de inflamación en el cuerpo.
Pero no todo está perdido. En De la inflamación al bienestar, Gallardo ofrece soluciones prácticas, desde ejercicios para cultivar la atención plena hasta técnicas para desconectar del "piloto automático" de la vida diaria. Estas estrategias no solo promueven la regulación del sistema nervioso, sino que también fomentan un autoconocimiento que puede transformar nuestra relación con el cuerpo y la mente.
Hoy tienes la oportunidad de sumergirte en un extracto exclusivo de este libro revelador. Descubre cómo el cerebro y el cuerpo dialogan a través de la inflamación, y aprende a intervenir a tiempo para promover tu bienestar. Una lectura imprescindible para quienes buscan entender cómo nuestras elecciones diarias, desde lo que comemos hasta cómo gestionamos el estrés, moldean nuestra salud física y emocional.
Todo es información para nuestro cerebro, escrito por Elena Gallardo
Durante cientos de años hemos entendido la salud como un concepto amplio, cuyo deterioro estaba asociado a un determinado órgano o sistema de nuestro cuerpo. Por ejemplo, si pensamos en una subida de la tensión arterial y rápidamente lo asociamos al corazón o sistema cardiovascular.
El cuerpo humano funciona como un entramado de sistemas —los órganos— que se interrelacionan constantemente para su adecuado funcionamiento. Podríamos asemejarlo a una gran orquesta donde la batuta la lleva el sistema nervioso. Este último, constituido por el cerebro y los nervios, es el más evolucionado con diferencia, y tiene la difícil tarea de coordinar el resto de los sistemas de nuestro cuerpo garantizando su correcto funcionamiento.
También se podría decir que nuestro sistema nervioso actúa como un centro de operaciones en el que se monitorizan constantemente el resto de las funciones vitales y los sucesos que tienen lugar en su entorno más directo. Sí, como lo lees. Además, procesa esa información del entorno exterior, lo cual resulta un suculento plato de datos que contribuyen también al estado de salud. Podríamos afirmar que, durante cada momento de nuestras vidas, existe un constante juego cruzado de información entre nuestro cuerpo, nuestro cerebro y el entorno.
Nuestro cerebro está continuamente supervisando qué hacemos, monitorizando la frecuencia respiratoria, el nivel de hormonas, cómo es la digestión, el nivel de ruido al que se está expuesto o la calidad de las conversaciones. Analiza constantemente todos esos datos para informar del estado en el que nos encontramos. Para ello, se apoya en numerosos sistemas a los que coordina, realizando una importante labor de gestión. Se ocupa de que el sistema digestivo esté recogiendo información de los alimentos que se ingieren o de los que aún no se han ingerido, informando así a los centros nerviosos específicos de un posible estado de hambre o saciedad. Por otra parte, trabaja estrechamente con el sistema inmune que recoge información de lo que está sucediendo física y emocionalmente para, así, activar mecanismos de defensa o inflamación, un concepto que por cierto será relevante en los próximos capítulos, entendida como una vía de comunicación con el cuerpo.
Cuando comprendí hace algún tiempo que nuestro cuerpo y cerebro están recibiendo cantidades ingentes de información sensorial a lo largo de nuestro día —muchas veces de forma consciente, y otras, en gran medida, de manera inconsciente—, entendí el papel tan importante que desempeña la información sensorial para nuestras vidas y el desarrollo adecuado de nuestros cerebros.
Con lo anterior, puedo afirmar que la información sensorial va a condicionar multitud de respuestas que producimos en la edad adulta (llámense respuestas a pensamientos, movimientos o emociones). Sin embargo, un dato muy importante es que la información sensorial es clave para el desarrollo del cerebro de un niño y adolescente, cuyo proceso de maduración culmina próximo a los veintiún años. Hace ya mucho tiempo que supimos que las personas no solo son fruto de la herencia genética —es decir, de lo que han heredado de mamá y papá—, sino también de su interacción con el entorno. En esta dimensión experiencial, interviene en gran medida la exposición sensorial a la que esté expuesto cualquier niño o adolescente, siendo esto clave para el moldeado de su cerebro. Detrás de este concepto de experiencia sensorial y moldeado del cerebro, subyace un gran y desconocido sistema que convive con nosotros casi sin molestar, y que es uno de los más relevantes, históricamente hablando, en la especie humana: el sistema somatosensorial. Este sistema es el responsable de nuestros sentidos y desde tiempos ancestrales se ha encargado de mantenernos alerta, en estado de hipervigilancia, para no ser depredados, por ejemplo.
Sin embargo, es fácil pensar en los sentidos y asociarlos a los clásicos órganos: la nariz, las papilas gustativas, los ojos, el oído y nuestra piel. Para nuestro cerebro son verdaderos canales de entrada de información, la cual luego va a ser procesada a modo de datos como si de una gran supercomputadora se tratase.
Llevo años especializada en uno de esos sentidos, en concreto, el tacto. Es un campo apasionante. Para empezar, el tacto está principalmente asociado a la piel, siendo este el órgano más extenso que tenemos en nuestro cuerpo. Si nos detenemos a pensar, tenemos piel en prácticamente cualquier centímetro de nuestro cuerpo. No es descabellado decir que su función ya no debe ser algo menor. Sin embargo, el sentido del tacto también reside internamente en los llamados tejidos blandos, aquellos tejidos que sirven de pegamento entre otros, tales como los que constituyen una articulación. Supongo que a estas alturas ya nos estamos dando cuenta de la importancia del tacto también asociado al aparato locomotor, dado el gran número de articulaciones que tenemos en nuestro cuerpo. Asimismo, existe sentido del tacto en nuestros órganos más internos, los viscerales, tales como el corazón, el hígado o el intestino, entre otros.
Con todo esto, el tacto se extiende vastamente de forma externa e interna en nuestro cuerpo, proveyendo una información muy valiosa a nuestro cerebro y a ti como intérprete. «Aprender a escuchar», este sentido asociado al sentido corporal —lo que llamaremos más adelante atención o conciencia corporal—, nos va a permitir aumentar nuestro nivel de conciencia frente a la salud y el estado de nuestro cuerpo. En otras palabras, conocernos mejor y poder intervenir a tiempo.
El desafío actual de nuestro cerebro frente a la información sensorial
Como vengo diciendo, los humanos existimos dentro de un ecosistema de sobreinformación y nuestro cerebro debe procesar todos esos datos, lo cual lo agota profundamente. Ante todo, nuestro cerebro es un ávido consumidor de luz, sonido y movimiento. Y estos tres elementos son el abecé del ahora predominante estilo de vida basado en dispositivos tecnológicos y redes sociales. Como comentaba anteriormente, consumimos información de manera intencionada, pero también de forma inconsciente. La sociedad actual está diseñada para atraer la atención de nuestro cerebro y así fomentar el consumismo.
El inconveniente viene cuando sobreexponemos diariamente a nuestro cerebro a grandes dosis de información sensorial. Para enfrentar esto, existe una región en él llamada tálamo que se ocupa del filtrado de lo que nuestros sentidos perciben; es decir, que discierne lo que es relevante de lo que no lo es, aquello que ya es conocido de lo que no, actuando como si de un cuello de botella se tratase. La información que atraviesa ese cuello alcanzará las áreas más externas de nuestro cerebro —las áreas corticales sensoriales— donde será procesada para transformarse en una respuesta (pensamiento, emoción o movimiento).
Es lógico pensar que, en una sociedad hiperconectada, el tálamo se enfrenta a una ardua tarea de filtrar ese exceso de información. Esto, indudablemente, tiene efectos negativos sobre nuestro propio cerebro, pues conlleva, de un lado, a su agotamiento, y de otro, a la incapacidad para consolidar un pensamiento profundo. Pasamos tanto tiempo sobreexcitados consumiendo información sensorial que la falta de detención y atención sobre ello nos obliga a pasar de manera superficial sobre nuestras propias respuestas biológicas. No nos detenemos a pensar en profundidad, tenemos emociones fugaces, desproporcionadas y desadaptadas, y por tanto comportamientos caracterizados por exceso o bloqueo motor —algo sobre lo cual no reparamos en la gran mayoría de las ocasiones—.
Sin duda, una de las consecuencias más devastadoras de la infoxicación es su repercusión sobre la salud general de nuestro cuerpo. En el cuarto capítulo veremos cómo un cerebro agotado, estresado y sobreestimulado tiene efectos muy negativos sobre nuestra salud; en concreto, sobre nuestro estado de inflamación.
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